La ciudad de Deventer, en los Países Bajos, guarda una historia de esas que iluminan. En medio de la escasez de viviendas para jóvenes y el aislamiento que afecta a muchas personas mayores, una solución inesperada se convirtió en ejemplo global: el cohousing intergeneracional. No como proyecto teórico, sino como realidad viva, donde estudiantes y ancianos comparten más que un edificio. Comparten tiempo, afecto y humanidad.
En el centro Humanitas Retirement Village, estudiantes universitarios viven sin pagar alquiler. A cambio, ofrecen treinta horas mensuales de compañía y ayuda a los adultos mayores. Así, se establece un equilibrio que no se basa en el dinero, sino en el valor de estar presentes para otros. En este espacio, el cohousing intergeneracional no solo es una alternativa a la crisis de vivienda, sino una respuesta creativa a la soledad.
Donde antes había silencio, ahora hay vida
El pasillo de esta residencia ya no es solo una ruta de pasos pausados. Ahora se llena con voces jóvenes y miradas curiosas. Se enseña a usar redes sociales, se escuchan anécdotas del pasado, se comparten películas, cenas improvisadas y silencios que también unen. Lo que comenzó como una solución práctica, se ha convertido en un pequeño ecosistema donde florecen los vínculos.
Este tipo de cohousing intergeneracional genera beneficios reales. Las personas mayores se sienten más activas, más conectadas, más vistas. Muchos recuperan rutinas que habían abandonado, desde cocinar hasta bailar. Los estudiantes, por su parte, ganan no solo un hogar, sino una experiencia emocional que transforma su forma de ver el envejecimiento.
Más que una vivienda, una comunidad viva
Para los jóvenes, vivir en un entorno así representa un cambio de perspectiva. Acostumbrados a la velocidad y la hiperconexión digital, descubren el valor de los ritmos lentos y de la memoria compartida. Para los adultos mayores, esta convivencia rompe con el estereotipo de que la vejez es sinónimo de espera pasiva. El cohousing intergeneracional da lugar a una nueva narrativa, donde todos aportan.

A diferencia de los programas de voluntariado o visitas puntuales, este modelo se basa en la convivencia diaria. Y en esa cercanía, en esos pequeños gestos del día a día, se construyen relaciones auténticas. No es raro que, tras unos meses, estudiantes y residentes se consideren parte de una misma familia extendida.
El cohousing intergeneracional también plantea un cambio necesario en el modo en que diseñamos ciudades y políticas sociales. En vez de segmentar por edades, integra. En lugar de proteger a los mayores mediante el aislamiento, los abraza en comunidad. Y en esa inclusión, se previene el deterioro emocional, se potencia la salud mental y se cultiva la empatía.
Inspiración para otros rincones del mundo
Lo que sucede en Deventer es mucho más que una historia local. Es un modelo que podría aplicarse en distintas partes del mundo con las adaptaciones necesarias. La fórmula es sencilla, pero poderosa: una vivienda compartida, acuerdos claros y la voluntad de convivir.
El cohousing intergeneracional demuestra que otra forma de vivir es posible. Que generaciones distintas pueden nutrirse mutuamente, y que la arquitectura del cuidado puede construirse con afecto y escucha. Que la vejez no tiene que vivirse en soledad, y que los jóvenes pueden encontrar propósito más allá de sus rutinas académicas.
En un mundo que a menudo se fragmenta, esta experiencia teje puentes. Y en esos puentes, florecen historias que valen la pena ser contadas.
